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domingo, 24 de julio de 2011

¿Por qué no consigo recordar?

¿Por qué no consigo recordar?, ¿por qué?, ¿por qué? No consigo recordar porque no lo sé. Y cuando lo sepa, seguro que recordaré porque no consigo recordar. Y lo cierto es que no consigo traer a la memoria todos mis recuerdos que son, al final, mi vida. Mi vida vivida. Mi vida consciente desde que tengo recuerdos.  

Al principio, de niña, no sabía qué ocurría, qué pasaba. Empecé a ser consciente de esa angustia que me acompaña hasta hoy en el colegio. En la escuela tenía una profesora que me regañaba. Tenía una maestra que me decía que “puerto” no era lo mismo que “puerta”, porque yo no lo veía, ni leía. Mi subconsciente leía “puerta” y no advertía que detrás de la maldita “a” de marras que yo leía, se escondía una “o”. En el colegio, tenía que demostrar lo que sabía y lo cierto es que no sabía nada. Mi memoria era como la del personaje de Buscando a Nemo, Dory ese pez estúpido y algo gracioso que se olvidaba de los nombres, como yo.

La veía de modo que también la leía, la “a”. En el colegio también aprendí, y pronto olvidé, que las matemáticas son unas ciencias exactas. Y si un dos es 2, no puede haber un 3. Pero yo lo veía. Y también veía fechas equívocas, y mi mente desordenada no captaba los conceptos, o lo que es lo mismo, la esencia de las cosas. Pero yo interpretaba la realidad de forma distinta. Diferente a la de mis compañeros de clase, que en mi dislexia veían a una chica rara. Una chica diferente que aprendió que era distinta. Qué era que… se me olvidó.

Y era distinta no solo por su dislexia, sino también por su falta de amor propio. Yo no creía en mi misma, cierto es, pero quería ser igual, igualita a ellos, pero fui distinta desde que nací. La noticia de mi llegada le valió a mi madre un cierto disgusto, un sabor agridulce a dura condena, como la de un joven preso que tiene una familia que le espera y unos hijos, unos niños pequeños, que preguntan por su padre en las noches de fría y dura tormenta– Mamá tengo miedo, ¿cuándo vendrá papá? Pues con esa angustia vital, esa espera asfixiante y lenta, llegué y nací llena de dudas y de mucha inseguridad, con miedo.

La incertidumbre que me trasmitió mi madre vía cordón umbilical no se iba, no se iba, no se disipaba, no se diluía por más que quisiera que desapareciese. Tomaba suavemente mi mano, como lo hacía la amnesia que me impedía recordar, incluso aquellos momentos que me hacían feliz. Esa niña, que era como mi alter ego, que se enamoraba de los cuenta-cuentos les pedía que todas las noches, cuando el silencio la abrazase, le contaran una historia, un bonito relato, que daba igual si era inventado o verdadero, como la historia de su vida para trabajar el recuerdo.

Después del cuento, cuando caía el sol y la luna asomaba la cabeza, me volvía a encontrar con esos miedos e inseguridades que tanto me atormentaban. ¿Qué es lo peor que podía pasar?, se preguntaba todos los días bajo la oscuridad de la noche, envuelta por el manto luminoso y centelleante que emana de las estrellas, que eran como suaves y minúsculos guiños de ojos. Y allí, desde su cama los escondía debajo de las sábanas, que cubría con una manta pesada para atraparlos, encerrarlos, y privarlos de libertad para así no saber nunca más de ellos. Pero lo cierto es que no desaparecían, no me dejaban dormir. ¡Estaban ahí! No se iban.

Cuando era pequeña me despertaba por las noches, pero mis miedos me impedían levantarme de la cama para decirle a mi madre -que se encontraba en otro cuarto abrazada a mi padre- que no podía dormir… En cambio ella como si lo presintiera, se levantaba a altas horas de la madrugada para verme, y se encontraba con una niña temerosa que permanecía con los ojos abiertos como platos, comiendo techo. Entonces se metía en mi cama, y como si fuera una prestidigitadora, me tocaba suavemente el pelo con sus manos y me peinaba lentamente. Solo así, con sus caricias conseguía dormir. Al despertar, mi madre ya no estaba y yo ya no recordaba nada. El silencio se hizo mi amigo, mi confidente.

1 comentario:

Ángela Santafé dijo...

María, qué bonito que compartas esto... Eres una genia, mil besos!