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domingo, 28 de noviembre de 2010

Regreso a casa en un vuelo agonizante. Algunos compañeros incómodos de viaje

Sí, lo sé. No era el mejor día. Decidí volar a Galicia para ver a mis padres el fin de semana papal. Sí, de Papa con mayúsculas. Para más inri, mis pa-pás se habían olvidado de mí, de mi visita. Aquel viernes no contaban conmigo. ¡Qué pereza! Un fantástico plan. Llegué al aeropuerto. Entre besos y abrazos con sabor a "hasta el próximo domingo" abandoné la zona de entrada de la terminal uno y crucé la línea que separa a los viajeros de los simples viandantes y acompañantes-de-despedidas.

Facturé, despojé todos mis trastos en las ridículas bandejas de plástico que pasaban por el escáner, y crucé el lector de metales. Esto, sin contar con que si llevas botas te tienes que descalzar, como si fuera tan sencillo, incluso desvestirte, en otros casos, para demostrar que no eres uno de ellos. Un terrorista. Un terrorista de altos vuelos. Puede que esté exagerando. Puede que no. Y todo esto, sin embargo, no te libera de sentarte al lado del pasajero equivocado, incluso pesado. En fin. Estaba acostumbrada a subir en el avión y echarme a dormir. Pero en esta ocasión no podía. Primero: había esperado demasiado tiempo para formar filas por lo que fui una de las últimas pasajeras en subirme al avión. Segundo: pensé que era mejor -y al ir sola, sin tílde, ni compañía- podría elegir alguno de los asientos de delante que quedaban libres. ¡Siempre hay algún hueco! Y eso hice. Me senté entre uno y otro. O lo que es lo mismo: entre un hombre pesado y un hombre evadido del mundo, como yo. Pero no podía dejar de sentirme incómoda.

El hombre de mi izquierda era de mediana edad. Alrededor de 40-50 años, barrigudo, con un mostacho prominente que cobijaba su fina boca. No paró de soltar improperios, ni de moverse de una lado hacia otro durante todo el viaje. Y yo, mientras tanto intentaba concentrar mi atención en el libro que había desplegado sobre mis ya desesperantes manos. Desesperadas por no poder liberarme de aquel hombre extraño, molesto y neurótico. Estaba angustiada por el lento transcurrir del tiempo. Agobiada por no poder hacer nada: sólo concentrar mi mirada entre las letras que discurrían como una embarcación que surca el mar y las olas en medio de una tormenta. Sólo en aquel universo me relajaba, me protegía, me aislaba, pero a duras penas. Y por fin, sin ser consciente, aterricé y me olvidé de lo sucedido.

Ya de camino a casa de mi hermano, subida en el autobús, hablé por teléfono sobre lo ocurrido en el vuelo con mi acompañante-de-despedidas, que había dejado hacía una hora en el aeropuerto de partida. Solté "sapos y culebras" durante toda la conversación telefónica, que duró hasta que el autobús llegó al centro de la ciudad, mi lugar de destino. Cuando llegué a Santiago observé que en el asiento delantero se sentaba un señor de mediana edad, que parecía hiperactivo y con mala leche. Cuando se cruzaron nuestras miradas, se rió. ¡Era el hombre del avión!

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