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lunes, 11 de julio de 2011

¡Permiso para robar ... caramelos!

Ella era una niña dulce, buena y cariñosa. Al jugar nunca se manchaba. En casa hacia sus deberes, siempre a la misma hora, después de comer. Ayudaba a su madre en las tareas de casa: doblaba sus calcetines, los de sus padres y sus hermanos, pasaba un trapo húmedo al baño, barría y fregaba la cocina y recogía su habitación. Hacía todos los recados que le encargaban, como ir a comprar el pan a la tienda. Pero también solía esperar para levantarse de la mesa cuando todos terminaban de comer. Otros niños de su edad, en cambio, no tenían la misma paciencia por lo que llevaban varias horas de risas, carcajadas y juego cuando Ella se incorporaba al grupo. 

Los niños no querían jugar con ella porque era demasiado buena. Se aburrían. La niña, poco a poco, se empezó a sentir rechazada. Le costaba hacer amigos y adaptarse a las reglas del corre, salta, trepa. Pero eso sí, seguía siendo una niña ejemplar. En el colegio participaba en clase. Y aunque no era una alumna especialmente brillante, los profesores destacaban su especial fuerza de voluntad. No quería fallarles. En el patio del colegio se reunía con sus amiguitas, que eran mucho más engreídas que Ella, que era una ingenua. Se reían de ella.
 

Ella era una niña rara -y así se sentía- por lo que un buen día decidió hacer cosas de niños, propias de su edad. Sus padres solían quedar con varias parejas, que también tenían hijos. Ideó un plan. ¿Por qué no robamos unos cuantos caramelos?, señaló Ella. A sus no-amigos les gustó la idea, aceptaron sorprendidos. Una tarde de domingo entraron en una tienda de comestibles y mientras unos se encargaban de entretener a la dependienta, otros agarraban con fuerza los caramelos, que metían a puñados en los bolsillos. 
 

El lunes al llegar al colegio, lo que parecía ser un secreto, se convirtió en un secreto a voces. Todos los niños de su clase se enteraron de lo ocurrido, de lo que Ella y sus no-amigos habían hecho una tarde de domingo. Uno se lo contó a otro, el otro a otro y así sucesivamente. Sus no-amigas de clase la amenazaron con decírselo a la profesora, que parecía confiar en Ella. Y Ella consternada, asustada y compungida les suplicó, les rogó y les pidió entre sollozos que por favor no se lo dijeran, que prometía que nunca más volvería a hacerlo, que simplemente era una travesurilla, una cosa de niños. Pero sus ruegos no sirvieron de nada. 

Ella por primera vez se enfrentó al sentimiento de culpa. Después del recreo, tocaba clase de matemáticas. Ella empezó a sentir angustia y un dolor en la barriga, su corazón bombeaba con fuerza, latía apresurado. Al final de la clase, la profesora le dijo con mirada seria que tenía que hablar con ella. Ella empezó a llorar: una lágrima seguía a la otra como un torrente tintineo, suave y cálido al principio, que pronto se convirtió hiposo, rotundo. Un par de horas más tarde, sus padres fueron a recogerla, avergonzados. Ella sintió no pedir “permiso para robar... caramelos"”.


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